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Las quejas por ruidos molestos, consumo problemático, violencia intrafamiliar y criaturas expuestas a situaciones extremas dejaron de ser simples reclamos vecinales para transformarse en una grave denuncia pública que desnuda la inacción —cuando no la ausencia lisa y llana— de organismos municipales, provinciales y del sistema judicial. La voz que estalló en redes sociales es la de una reconocida vecina del barrio IPAV, en la calle Santa Teresa, madre de niños que no pueden descansar y vecina de otros tantos que viven con miedo permanente.

Según su testimonio, desde hace meses una vivienda de la cuadra se convirtió en un foco constante de disturbios: música a todo volumen durante más de doce horas consecutivas, peleas de madrugada, gritos desesperados de mujeres, llantos de niños a cualquier hora y personas violentas en evidente estado de ebriedad circulando sin control, incluso de noche y con menores involucrados. Lo que hasta no hace mucho era “un barrio súper tranquilo”, hoy —describe— se parece a “un aguantadero”, con vecinos obligados a convivir con la angustia y la sensación de que nadie los escucha.

Lo más alarmante no es solo el ruido o el desorden. Es la presencia de niñas y niños —una bebé incluida— viviendo en un contexto de violencia extrema, con derechos vulnerados de manera sistemática. Y es, sobre todo, la reiterada ausencia del Estado. Porque denuncias hubo. Muchas. En el municipio, ante la Policía y en los organismos que, por ley, deberían intervenir cuando la niñez está en riesgo.

La Policía, dicen los vecinos, acude cuando es llamada. Pero también choca siempre con el mismo límite: sin una orden judicial, no puede actuar. Y mientras tanto, quienes generan el caos se burlan de los uniformados, suben aún más la música y refuerzan la idea de impunidad total. La Justicia no aparece. Niñez y Adolescencia, directamente, brilla por su ausencia. “Nunca las vi aparecer”, denuncia la vecina, incluso cuando acompañó presentaciones por “situaciones gravísimas”.

El descargo público, crudo y desesperado, no deja margen para la indiferencia. Pregunta dónde está el organismo que debe proteger a una niña y a una bebé cuando terminan en una comisaría. Cuestiona cuánto más hay que soportar, qué más tiene que pasar, si hay que ir directamente a la Provincia o denunciar también a quienes no intervienen. Y lanza una advertencia que suena demasiado conocida y demasiado tarde en otros casos: después, cuando ocurre la desgracia, todos se lamentan.

El planteo deja mal parados a todos los niveles del Estado. Hay normas municipales vigentes sobre ruidos molestos. Hay protocolos para situaciones de violencia familiar. Hay organismos creados específicamente para proteger a niños, niñas y adolescentes. Pero en la práctica, nada de eso parece funcionar en esta cuadra del barrio IPAV.

El reclamo no es ideológico ni partidario. Es básico y urgente: poder dormir, vivir sin miedo y, sobre todo, que el Estado cumpla con su obligación mínima de proteger a las infancias. La denuncia pública busca dejar registro, generar responsabilidad y romper el silencio. Porque cuando la violencia se naturaliza y la impunidad se vuelve costumbre, la omisión institucional también se transforma en una forma de violencia.

La pregunta queda flotando, incómoda y sin respuesta: ¿qué más tiene que pasar para que alguien, de una vez, se haga cargo?

Autor: admin